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Holzwarth, Hans Werner

Julian Schnabel convierte la vida en arte y encuentra los asuntos de sus obras en el tejido de lo cotidiano. Utiliza platos rotos como soporte inesperado para sus cuadros y pinta sobre terciopelo, cubiertas de puestos de mercado, fondos de teatro kabuki, lonas militares y de cuadriláteros de boxeo: materiales encontrados que aportan su propia historia a la exploración del artista. Tras el éxito fulgurante de su primera exposición individual en Nueva York en 1979, que lo convirtió en el abanderado del regreso de la pintura, trabajó con todo tipo de medios: realizó esculturas que trasponen sus pinturas al espacio tridimensional como artefactos en bruto, aparentemente desgastados por el paso del tiempo, dirigió películas premiadas que retratan a artistas y otras figuras sutilmente heroicas, e incluso hizo realidad su sueño de construir un palacio veneciano en Nueva York. ''Quiero que mi vida esté en mi obra, comprimida en mi pintura como un coche prensado. De lo contrario, mi trabajo solo son cosas'', ha dicho Schnabel, y esta urgencia impregna su obra sin importar qué soportes o medios elija. Esta monografía de TASCHEN, realizada en estrecha colaboración con el artista, está ahora disponible en una edición popular que presenta la rica variedad de la obra de Schnabel con una profundidad sin precedentes.  Completan el volumen textos de amigos y colaboradores: Laurie Anderson elabora una semblanza íntima de Schnabel, en tres ensayos de comisarios e historiadores del arte, Éric de Chassey analiza la pintura, Bonnie Clearwater la escultura y Max Hollein sus obras in situ, Donatien Grau escribe sobre el Palazzo Chupi, la extravagante casa del artista en el West Village de Nueva York, y el novelista Daniel Kehlmann explora su obra cinematográfica. Esta edición le permitirá estudiar las superficies y las acciones y gestos artísticos de Schnabel, y le dará la oportunidad de sentir su arte de un modo que solo experimentarlo en persona puede superar. 
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Holzwarth, Hans Werner

En sus enérgicas pinturas, la pintora brasileña Beatriz Milhazes fusiona dos formas muy diferentes de mirar el mundo. Sus composiciones abstractas, que pueden emparentarse con la obra de maestros del modernismo como Henri Matisse o Bridget Riley, están empapadas de los colores y la luz de su país. En sus pinturas abundan los símbolos de la vida cotidiana brasileña: el carnaval, la artesanía tradicional y motivos cotidianos desde el barroco al pop, todo ello coreografiado con un exuberante ritmo visual. Su atmósfera colorida tiene un encanto exótico irresistible, pero como en las obras de Paul Gauguin encontramos un paraíso roto en el que tonos más oscuros y melancólicos resuenan tanto en las promesas de la vida tropical como en las de la abstracción modernista. En busca de este equilibrio, Milhazes desarrolló una técnica de transferencia especial a finales de la década de 1980. Esta consistía en pintar sus motivos en láminas de plástico que pegaba sobre lienzos. Una vez secos, retiraba el plástico dejando la pintura adherida al lienzo. Este método permite a la artista trabajar con distintas capas en la superficie del lienzo y crear un efecto que oscila entre el brillo esplendoroso y una reluciente melancolía.
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