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González Gutiérrez, Patricia

«Te esperaré hermana», escribió, de su puño y letra, Claudia Severa a su amiga Sulpicia Lepidina, en la invitación a la celebración de su cumpleaños en un fuerte perdido junto al muro de Adriano. Son los suyos dos nombres de los muchos que mencionará este libro. Nombres de esclavas o de emperatrices, de niñas o de ancianas, de trabajadoras o de sacerdotisas, célebres algunos, pero casi desconocidos la mayoría. Las mujeres romanas, como cualquier mujer en cualquier sociedad, tenían diferentes formas de vivir, pensar y sentir. No existe la «mujer romana», existen muchas formas de ser mujer en Roma. Una campesina de Hispania no tenía las mismas preocupaciones vitales que una rica matrona romana, pero algunas líneas las unían a todas: los peligros del parto, el sometimiento a la legislación, la visión masculina, las normas morales y sociales que las constreñían..., No sabemos demasiado sobre ellas, a menudo poco más que un nombre sobre una desgastada lápida, no recibieron un enternecedor poema a su muerte ni tuvieron una vida épica o heroica. Pero merecen ser nombradas, volver a ocupar un hueco en una historia -,esa historia de batallas y de generales escrita por los autores clásicos, hombres-, de la que fueron expulsadas y de la que nunca, con toda probabilidad, se sintieron parte. Merece la pena recordarlas, aunque sea durante los breves segundos que pasamos la vista por sus nombres para olvidarlos después. Merece la pena volver a poner por escrito los nombres de esas mujeres que no cambiarían la historia ni desafiarían los roles de genero ni fueron grandes reinas o guerreras, pero si fueron madres, hijas, hermanas, amigas o amantes que alguien recordó con ternura. Ellas son mucho más historia, en realidad, que Cleopatra o César, aunque sobre ellos corran ríos de tinta.
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González Gutiérrez, Patricia

Sic Venus ut subito coiunxit corpora amantum dividet lux «Así, después de que Venus ha unido súbitamente los cuerpos de los amantes, los divide la luz del día» La sexualidad puede parecer algo natural, como el comer, y, sin embargo, más allá de la biología, comporta una enorme carga social -como también lo hacen la gastronomía y los modales en la mesa-. Así, el elemento natural se va cubriendo de capas y más capas de normas, tabúes, prejuicios, deseos y miedos, en una convivencia difícil de ternura y violencia, de amor y de odio, de lo tópico y de lo transgresor. Por supuesto, la antigua Roma no fue una excepción en su tratamiento del sexo, y conocer mejor cómo los romanos concebían el cuerpo y el deseo, cómo entendían la reproducción y el matrimonio, cómo usaban el sexo en la política o cómo se impregnaba de sacralidad, nos ayuda a entender mejor su sociedad -y la nuestra-. ¿Podemos fiarnos de las maledicencias sobre la lasciva Mesalina o sobre el ambiguo Heliogábalo? Mejor, cuestionemos las fuentes, intentemos adivinar cuánto hay de real en sus exageraciones o acudamos a la iconografía, aunque sea problemática y no siempre bien conservada. Si con Soror. Mujeres en Roma Patricia González nos hizo ver el mundo clásico a través de los ojos de esa mitad de la población tan a menudo ocultada, en Cunnvs recorre los diferentes aspectos del sexo y las distintas sexualidades que existieron en Roma: desde cómo se nombraba el sexo y el cuerpo hasta la pornografía y los juguetes sexuales, desde el matrimonio a la violencia sexual y desde las castas vestales hasta las insaciables brujas capaces de corromper a los hombres. Comprender cómo se naturalizaban ciertas prácticas, se rechazaban otras o cómo se crearon algunos prejuicios, nos ayuda a deconstruir nuestras propias ideas preconcebidas y nuestras, aparentes, esencias. Nos ayuda, en suma, a cuestionarnos, que es algo a lo que toda buena mirada al pasado debe empujarnos.
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